El auto retrato de lo que somos

Publié le par Français du monde - adfe - Costa Rica

El auto retrato de lo que somos

Un article de Leonardo Garnier ex ministre de l'éducation au Costa Rica

Les mots justes

Pocas veces una foto me ha golpeado tanto. Pocas veces una imagen me ha obligado a detenerme en ella, casi contra mi voluntad; y a mirar, a recorrer lentamente cada cuerpo tendido en el piso; cuerpos amontonados en la muerte como probablemente se amontonaban en vida para recibir sus clases, para estudiar, para divertirse y para soñar con esa vida mejor, con ese país mejor, con ese mundo mejor con el que siempre sueñan los estudiantes.

Hoy están muertos.

No hay más estudio; no hay mas alegría; no hay más ilusión. Solo muerte. Solo tristeza. Solo esa amargura que debiera embargarnos a todos; esa indignación que debiera soliviantarnos a todos, ese asco que debiera retorcernos a todos: ciento cincuenta jóvenes estudiantes muertos en Kenia.

Es un ejemplo más del absurdo e intolerable terror que hoy siembran diversas facciones del fanatismo islámico, un terrorismo que igual acaba con jóvenes cristianos en Kenia; con niñas inocentes en Nigeria; con musulmanes de vertientes distintas en Irak y en Siria; que perpetra atentados contra los llamados infieles en cualquier lugar del planeta - cristianos, judíos o simplemente no creyentes - llenando de dolor y de impotencia a sus seres queridos; y dejándonos a todos anonadados frente a una pregunta sin respuesta: ¿cómo puede pasar todo esto hoy, sin que haya siquiera visos de que la barbarie pueda detenerse?

No soy ingenuo, la humanidad ha vivido mucho como para saber que estos actos de barbarie no surgen simplemente de divergencias religiosas, étnicas o culturales. Hay conflictos de poder tras esta violencia brutal; conflictos añejos y no tan añejos; conflictos que involucran formas distintas de reorganizar los poderes y las riquezas: las fuentes de dominio sobre los demás.

Pero la historia también nos enseña que cuando estos conflictos se entrecruzan con elementos étnicos, nacionalistas o religiosos, adquieren una irracionalidad, un odio macabro para el que las explicaciones políticas y económicas se quedan cortas. Es particularmente trágico cuando religiones que se nos ofrecen como creencias que promueven el amor terminan siendo el argumento más virulento para la destrucción personal y masiva del enemigo; destrucción que resulta todavía más absurda cuando se trata de alguna de las grandes religiones monoteístas que dicen creer, adorar y servir, bajo distintos nombres, al mismo dios.

Hoy, en Asia como en Africa, vertientes sunitas del Islam despedazan a sus hermanos chiítas, que en otros momentos o lugares han actuado de la misma forma contra los sunitas; y ambos -además- han participado en actos de terror contra sus primos judíos, que igualmente han destrozado casas, escuelas y vidas de sus vecinos y hasta compatriotas árabes y palestinos. En Kenia, como en otras partes, han sido cristianas las víctimas de estos fanatismos religiosos que terminan siendo tan intolerantes que no toleran siquiera la existencia del otro, cuyo gran pecado -aparte de estar atrapados en medio de los conflictos políticos y económicos que subyacen estas guerras - es el de creer en una versión ligeramente distinta del mismo dios. Peor aún si son no creyentes.

Hoy nuestra repulsión se dirige hacia la barbarie perpetrada por determinadas facciones del Islam. Pero que eso no nos reconforte demasiado, porque ese ha sido un papel que, vergonzosamente, han sabido turnarse a lo largo de la historia todas las religiones herederas de Abraham. Suficientes narraciones de terror y destrucción contiene el Antiguo Testamento, contra pueblos cuyo único pecado era no ser parte del pueblo de dios (o tal vez ocupar las tierras que ese dios había prometido a su pueblo).

Pero los ejemplos abundan también en tiempos más recientes. Y no pienso solo en las Cruzadas, que en nombre de esa cruz sembraron un terror diabólico en tierras y poblaciones árabes, que vieron de pronto cómo las hordas cristianas les invadían con un espíritu sanguinario que no envidia nada al terrorismo de hoy. Pienso también en la sangrienta evangelización de América, con sus macabras historias de la violencia y terror con que que se buscaba tanto evangelizar a los incrédulos indígenas, como dominarlos y explotarlos para riqueza y beneficio de los reinos católicos. Pienso también en las luchas fratricidas entre católicos y protestantes en Europa, uno de cuyos momentos más grotescos fue la masacre de San Bartolomé, en la que miles y miles de cristianos hugonotes fueron asesinados en Francia por las fuerzas del catolicismo; vergüenza sólo superada por la alegría con la que el Papa Gregorio XIII acuñó una moneda conmemorativa y celebró - sí, léase bien: celebró un Te Deum para dar gracias a dios por la masacre. Pienso, finalmente, en el dolor, la esclavitud y la muerte que el cristianismo europeo infligió a millones de personas en Africa durante los procesos de colonización y destrucción de ese continente; o las atrocidades perpetradas en Asia Oriental o en la India. Claro que hubo intereses y conflictos políticos y económicos tras cada una de estas tragedias humanas, pero difícilmente esos conflictos habrían alcanzado la beligerancia y la crueldad que les podía imbuir el fanatismo de la convicción religiosa.

Ha ocurrido así a lo largo de la historia. Esto no significa - ni mucho menos - que inevitablemente la religión lleva a esta barbarie. Tampoco significa que no seamos capaces de tales barbaries sin excusas religiosas: ejemplos de barbarie también los encontramos en la Alemania nazi, en la Unión Soviética de Stalin o en los millones de muertos de la revolución maoísta. Lo que digo es que es particularmente trágico cuando los conflictos políticos se entrelazan con elementos de fanatismo religioso, étnico o nacionalista; no solo aumenta la virulencia y el odio - que se sienten justificados por un supuesto imperativo divino - sino que se vuelve infinitamente más difícil la solución del conflicto y la construcción de una paz duradera.

Pero vuelvo a la foto de los jóvenes kenianos y a los cientos de escenas similares que en estos meses se nos restriegan en los ojos: hoy, es el fanatismo islámico el que perpetra actos de barbarie que nos asquean hasta los tuétanos. Es un asco más que justificado. Pero no podemos quedarnos ahí: debiera asquearnos también la incapacidad y la casi incomprensible falta de voluntad de los grandes poderes del mundo - aquí sí: poderes políticos y económicos - para enfrentar esta violencia que quisiera llamar inhumana, pero la historia no me lo permite. Es vergonzoso el desinterés para empezar a resolver los conflictos de fondo que subyace esta violencia; y que tienen mucho que ver con la forma en que las actuales potencias repartieron el mundo y sus riquezas a mediados del Siglo XX. No pueden sentirse inocentes de lo que hoy ocurre.

Ojalá - curiosa palabra para usarla en este caso - algún día los conflictos sociales y políticos sean solamente eso, y no el terreno fértil para el fanatismo, que a nombre de la exclusividad de un dios, de la superioridad de una etnia o de una nación, hace brotar lo peor del ser humano. Ojalá llegue el día en que esos conflictos puedan resolverse sin que tengan que morir muchachos y muchachas inocentes, por estar en medio de conflictos que debieron resolverse por otros medios, pero cuyos líderes recurrieron al odio, a las pasiones y los dioses para justificar sus fines.

Mientras tanto, no dejemos de mirar esa foto. Es un auto retrato de lo que somos.

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